La leyenda rosada de la masonería insiste en que se trata de una sociedad discreta (que no secreta) guiada por fines filantrópicos, formada por personas de buenas costumbres y cuya finalidad fundamental es la ayuda entre sus miembros y la difusión de sus valores iluministas. Por el contrario, los detractores de los “hijos de la viuda” han insistido, entre otras acusaciones, en que la masonería tiene un contenido espiritual que choca con religiones como la cristiana, al ser su cosmovisión ocultista. Pero, en realidad, ¿existe alguna relación entre la masonería y el ocultismo?
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   La leyenda rosada de la masonería ha insistido en que no pasa de ser una sociedad discreta (no secreta) guiada por principios filantrópicos y que la pertenencia a la misma no está reñida con la afiliación a cualquier confesión religiosa, desde el catolicismo al islam pasando por las diversas iglesias evangélicas. La realidad histórica es, desde luego, muy diferente. Es cierto que a lo largo de la Historia ha habido católicos, musulmanes e incluso protestantes masones, pero la incompatibilidad entre las creencias de las logias y las contenidas en la Biblia resulta evidente. En el presente artículo y en los siguientes nos ocuparemos de manera precisa de un aspecto a nuestro juicio esencial, el del papel representado por la masonería en el reverdecer del ocultismo contemporáneo.
   La masonería ha contado desde su fundación con un contenido acentuadamente gnóstico. Es cierto que para no pocos masones resulta en la actualidad un tanto embarazosa esta circunstancia. Los hechos, sin embargo, no pueden negarse, desde las primeras obras de la masonería a los escritos de autores masones del siglo XX. Precisamente es ese carácter gnóstico, secreto, iniciático, ocultista el que explica, al menos en parte, la enorme importancia que la masonería ha tenido en el florecer del ocultismo durante los dos últimos siglos, hasta el punto de que no constituye en absoluto una afirmación exagerada el decir que éste nunca hubiera podido darse sin aquélla. Sin duda, uno de los casos más significativos al respecto es el de Albert Pike, una de las figuras más importantes de la masonería del siglo XIX.
   Albert Pike nació el 29 de diciembre de 1809 en Boston. Estudió en Harvard y fue, durante la guerra de Secesión de Estados Unidos, general de brigada en el ejército confederado. Al concluir el conflicto Pike fue condenado por traición y encarcelado, pero el 22 de abril de 1866 fue indultado por el presidente Andrew Johnson, también masón. Al día siguiente ambos hermanos se encontraron en la Casa Blanca, y ciertamente no concluyó ahí la relación entre estos dos masones. El 20 de junio de 1867 Johnson fue ascendido al grado 32, y posteriormente dedicaría incluso un templo masónico en Boston, la ciudad natal de Pike. Éste recibiría más tarde el honor de ser el único militar confederado que cuenta con un monumento en la ciudad de Washington.
   Pike fue un sujeto verdaderamente excepcional, con un talento extraordinario para el aprendizaje de lenguas y una cultura vastísima. Masón grado 33, formó parte también del Ku Klux Klan –la vinculación entre ambas sociedades secretas es una de las cuestiones históricamente más incómodas para la masonería de Estados Unidos–, y, sobre todo, fue el autor de un conjunto de obras que intentaban mostrar la cosmovisión de la masonería. Su libro más importante es Moral y Dogma del antiguo y aceptado rito escocés de la masonería, que fue publicado en 1871. 
   Moral y Dogma es una obra muy extensa que llega casi a las 900 páginas y en la cual se describen los 32 grados del rito masónico ya señalado. Con todo, lo más interesante es la forma en que Pike va desgranando una filosofía que, por definición, no puede encajar con el cristianismo y que además se nutre de unas raíces abiertamente paganas y mistéricas.
   Para Pike, los relatos de la Biblia no se corresponden con la realidad histórica –una afirmación que choca directamente con lo contenido en las Escrituras–, sino que ocultan una realidad esotérica. Con todo, “unos pocos entre los hebreos (…) poseían un conocimiento de la naturaleza y los atributos verdaderos de Dios; igual que una clase similar de hombres en otras naciones –Zoroastro, Manu, Confucio, Sócrates y Platón”. “La comunicación de este conocimiento y otros secretos, algunos de los cuales quizá se han perdido, constituían, bajo otros nombres, lo que ahora llamamos Masonería o Francmasonería. Ese conocimiento era, en un sentido, la Palabra perdida, que fue dada a conocer a los Grandes elegidos, perfectos y sublimes masones” (op. cit., pág. 207). 
   Frente a esa enseñanza mistérica preservada por la masonería, cabe afirmar que “las doctrinas de la Biblia a menudo no se encuentran vestidas en el lenguaje de la verdad estricta” (pág. 224). El punto de partida resulta, pues, obvio, y en buena medida puede decirse que es el de la Gnosis, que ha coincidido en el tiempo y el espacio con el cristianismo, y el del ocultismo contemporáneo. La primera premisa es que la Biblia –la base esencial del cristianismo– no es fiable, y la segunda que la verdad se encuentra en manos de un grupo pequeño de iniciados, que la ha transmitido a lo largo de los siglos. 
   De hecho, por si quedara alguna duda sobre la adscripción filosófica de la masonería, Pike indica taxativamente que a “esta ciencia de los misterios le dieron el nombre de Gnosis” (pág. 248). Se trata de una ciencia sincrética en la que se combinan doctrinas orientales y occidentales (pág. 275), que “fueron adoptadas por los cabalistas y después por los gnósticos” (pág. 282). 
   De ahí que la clave de la masonería sean los misterios, cuyo origen es desconocido (pág. 353) pero que podemos encontrar en distintas religiones paganas y que, “a pesar de las descripciones que ciertos autores, especialmente los cristianos, hayan podido hacer de ellos, han continuado puros” (pág. 358). Esos misterios son los de Isis y Osiris en Egipto (págs. 369 y ss. y 379 y ss.) –cuyo “objetivo era político” (pág. 382)–, pero también “la ciencia oculta de los antiguos magos” (pág. 839). De hecho, incluyen de manera esencial “el significado oculto y profundo del Inefable Nombre de la Deidad” (pág. 649). 
   La masonería –Pike ni lo niega ni lo oculta, sino que lo afirma tajantemente– predica una religión, pero ésa es la “religión universal, enseñada por la Naturaleza y por la Razón” (pág. 718). Esta afirmación resulta bastante clarificadora, en la medida en que reconoce abiertamente el contenido religioso de la masonería –a pesar de su insistencia en que se puede mantener cualquier creencia religiosa en su seno– y, a la vez, explica el entronizamiento de deidades como la diosa Razón durante la Revolución francesa; diosa Razón que, supuestamente, debía desplazar al Dios cristiano. 
   Por otro lado, y a pesar de su insistencia en que las creencias masónicas no obstaculizan otras, Pike no duda en hacer afirmaciones que son absolutamente incompatibles con no pocas religiones, como la de que “el alma humana es ella misma un daimonios, un Dios dentro de la mente, capaz mediante su propio poder de rivalizar con la canonización del héroe, de hacerse a sí misma inmortal por la práctica de lo bueno, y de la contemplación de lo bello y lo verdadero” (pág. 393) –una afirmación autodeificadora de esencia netamente pagana–, o la “doctrina de la transmigración de las almas” (pág. 399). 
   Aún más peculiar resulta la afirmación de Pike de que “el Bafomet, el carnero hermafrodita de Mendes”, es el principio vital al que históricamente se ha rendido adoración, cuya simbología puede ser también “la Serpiente que devora su propia cola” (pág. 734). De hecho, Bafomet vuelve a ser mencionado poco más adelante como un símbolo adecuado de la “ley de la prudencia” (pág. 779). 
   Albert Pike –como no pocos ocultistas o teólogos cristianos de la actualidad– desechaba la existencia del Diablo, o ángel caído opuesto a Dios, y al respecto era muy tajante. Así, afirmaba: “El verdadero nombre de Satanás, según dicen los cabalistas, es el de Yahveh al revés; porque Satanás no es un dios negro (…) para los iniciados no es una Persona, sino una Fuerza, creada para el bien, pero que puede servir para el mal. Es el instrumento de la Libertad o Voluntad libre” (Albert Pike, Morals and Dogma, 32 grado, maestro masón, pág. 102). Y remachaba: “No existe un demonio rebelde del mal, o príncipe de las tinieblas coexistente y en eterna controversia con Dios, o el príncipe de la Luz” (A. Pike, Morals and Dogma, 32 grado, pág. 859). 
   Sin embargo, esa negación del principio del mal iba acompañada –y de nuevo el paralelo con el ocultismo o la gnosis salta a la vista– de un canto a Lucifer, como el que figura contenido en Moral y Dogma, al explicar el grado 19: “¡LUCIFER, el que Lleva-Luz! ¡Extraño y misterioso nombre para dárselo al Espíritu de la Oscuridad! ¡Lucifer, el Hijo de la Mañana! ¿Acaso es él quien lleva la Luz, y con sus esplendores intolerables ciega a las almas débiles, sensuales o egoístas? ¡No lo dudéis! Porque las tradiciones están llenas de Revelaciones e Inspiraciones Divinas: y la Inspiración no es de una Era o de un Credo” (pág. 321). 
   Partiendo de estos antecedentes, no resulta sorprendente que Pike evolucionara hacia el luciferinismo, entendido no en el sentido de la adoración de Satanás, como erróneamente se interpreta a veces, sino en el de culto a Lucifer como el ser personal que reveló la Luz de los misterios a los elegidos y que aparece históricamente representado en distintos mitos paganos y en los misterios de la Antigüedad. De nuevo, se trata de un hecho incómodo para no pocos masones de la actualidad, pero que ha sido reconocido por otros de manera abierta.
   Moral y Dogma es uno de los libros de lectura obligada para entender la masonería, y sin embargo, de manera bien poco justificada, es pasado por alto en no pocos de los estudios que se le dedican. Todo ello a pesar de que, precisamente por su carácter didáctico, extenso y paradigmático fue hasta pocas décadas regalado a aquellas personas que se iniciaban en Estados Unidos en los grados superiores de la masonería.
   Con todo, posiblemente lo más importante de la obra no sea sólo la manera en que expresa la cosmovisión masónica, sino también aquélla en que ésta se nos muestra como un paralelo claro de las enseñanzas del ocultismo contemporáneo y del movimiento de la Nueva Era. El sincretismo religioso, la reducción de Jesús a un mero maestro de moral o un simple conocedor de misterios, la apelación clara a la Gnosis, la creencia en la reencarnación o la insistencia en que el ser humano es un dios con posibilidades prácticamente infinitas son marcas características de ese ocultismo, y, como tendremos ocasión de ver en los apartados siguientes de esta serie, las similitudes no obedecen a la casualidad.
   Por César Vidal

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